domingo, agosto 31, 2008

Próximamente: Bipolar, de La Sonrisa de Julia



Mis colegas Rojo y Topo (en la foto que hay sobre estas líneas, son los dos que están en primer plano) sacan su tercer disco con La Sonrisa de Julia el 23 de septiembre. Se titula Bipolar y tiene 11 canciones. Algunas ya se pueden escuchar en MySpace. ¡Enhorabuena!

I'm Not There






Película tan inclasificable como el propio Bob Dylan al que retrata, I'm Not There agrupa a un reparto de lujo: Cate Blanchett, Christian Bale, Heath Ledger, Richard Gere, Charlotte Gainsbourg, Bruce Greenwood, Julianne Moore, Michelle Williams, Ben Whishaw, David Cross y Kris Kristofferson, estos últimos en los papeles respectivos de Allen Ginsberg y El Narrador. Cinco actores y una actriz son Dylan, o interpretan las múltiples caras y facetas del huidizo Robert Allen Zimmerman: poeta, actor, bandido, estrella... Su director, Todd Haynes, crea imágenes impactantes y es capaz de construir planos basados en portadas de discos y en célebres momentos de la historia de la música. El retrato del cantante es redondo, y todos los actores imitan a Dylan a la perfección en sus distintas etapas y edades (pero es imprescindible verla en VO para escuchar cómo hablan igual que él). Deben abstenerse aquellos que no sepan nada del personaje. Me hice con una copia, dado que su estreno se está retrasando demasiado en España. Pero la veré en una pantalla de cine si algún día se estrena. ¿Y qué decir de los temas que aparecen en el filme? Un disfrute absoluto.

Versiones distintas

Antes de continuar relatando algunas historias de mi último viaje quiero anotar un ejemplo de manipulación informativa. Sucesos que no interesa que salgan a la luz pública son tergiversados. Me queda la duda de quién los manipula. No creo que se trate de la prensa. Más bien podría ser un asunto municipal. No lo sé. Se trata de algo que vi a mitad de mi estancia en Ibiza. Lo vi en persona y al día siguiente compré el periódico y contaban un cuento distinto. Pero vamos con la historia.
Íbamos en dirección a Cala Boix y atravesábamos una carretera sinuosa de la Sierra de la Mala Costa. Precipicios, curvas, bosques y casitas blancas. Un paisaje espléndido. Habíamos pasado por San Juan de Labritja y el próximo lugar de paso era la Cala de San Vicente. Antes de entrar en una curva topamos con un par de coches parados en la carretera. Delante de ellos, a unos metros, había bomberos y guardias civiles y demás personal. En breve llegaron, a toda velocidad, dos policías en moto. Por encima de nosotros volaba un helicóptero antiincendios. Venía de recoger agua y la arrojaba sobre el bosque, junto a la carretera, en un pinar del que salían columnas de humo. Olía a quemado. Habían cortado el tráfico. El conductor de uno de los vehículos detenidos acababa de preguntar a los guardias qué ocurría, y nos lo contó. Un coche se había salido de la carretera y, tras caer por el terraplén, se había incendiado. Cuando llegamos estaban a punto de apagarlo. Apareció una anciana caminando por el asfalto. En la mano llevaba una garrafa de agua. Se la dio al personal que manejaba el tráfico y el incendio. Supongo que, con el calor que dominaba la sierra, estarían secos y ella quiso hacerles un favor. De regreso, la oímos comentar que estaba en su casa cuando oyó el ruido del accidente. Vivía cerca de allí. Pronto se formó una cola de coches detrás de nosotros. Los pasajeros salían de los vehículos a preguntar. Algunos hacían fotos al helicóptero. Mediaba la tarde y el sol nos apretaba las tuercas. Un rato después, un guardia gritó que nos iba a permitir el paso, y que nos diéramos prisa. Cuando pasamos con el coche por el lugar del accidente observé que faltaban varios metros de quitamiedos. El coche había roto la barrera y caído hasta abajo. No sé si el o los ocupantes sobrevivieron al golpe y al incendio. Supongo que no. Un vehículo remolcaba el coche quemado para subirlo por la pendiente. Abajo, árboles y restos de humo. En la carretera había bomberos, policías, guardias civiles y personal de Medio Ambiente, ya que es un espacio natural protegido.
A la mañana siguiente compré el periódico para enterarme de los detalles que faltaban para completar la historia. Hablaban de un incendio tras un accidente en el kilómetro cuatro de la carretera por la que habíamos pasado. Coincidían la hora y algunos detalles. Pero la historia había cambiado. El titular se centraba en el incendio, y no en lo más importante: el castañazo de un conductor. En la noticia contaban esto: “Una avería en un vehículo que se detuvo en el arcén provocó el fuego (…)”. Yo estuve allí y vi cómo sacaban el coche del barranco. Vi los quitamiedos rotos. Y escuchamos la versión de quienes trabajaban en primera línea de fuego. El accidente de un conductor, quizá bebido o drogado, que se sale de la carretera y se estrella en el bosque fue convertido en una simple avería en el arcén. Después, hablando con zamoranos que viven en Ibiza, me dijeron que a veces ocurre: muertes y accidentes por exceso de drogas o alcohol y otras historias no salen en la prensa. O salen tergiversadas. No interesa que, en época de vacaciones, los turistas sepan la verdad.

sábado, agosto 30, 2008

Carteles de House, M.D.






Donde nadie duerme

Si Nueva York es la ciudad que nunca duerme, entonces Ibiza es la ciudad en la que nadie duerme. Escribo estas líneas desde la isla, en mi tercer día aquí desde que bajé del avión. Lo hago en un ciber, sometido a los inconvenientes propios de estos locales cuando se trata de trabajar: la puerta está abierta y entran ruidos de la calle, añoro mi teclado y a veces el ordenador me da problemas, tengo un potente ventilador a mi izquierda que me despeina cada veinte segundos y me reseca las lentillas, y de vez en cuando entra gente y habla con la dependienta. Me ha costado encontrar un ciber con un ordenador libre y en el que tengan instalado el Microsoft Word. Da la sensación, en Ibiza, de que nadie duerme en verano. Unos porque trabajan demasiado y otros, los viajeros, turistas y demás ociosos, porque quieren o queremos aprovecharlo todo: el sol de la mañana, los restaurantes, las calas, los pueblos, las playas, el puerto, los garitos, las discotecas. Tras unos días durmiendo unas cinco horas por noche, los párpados pesan. Pero luego el mar lo reconforta a uno y se le olvidan los males.
Llegamos a la isla el martes por la mañana. Nos recibió ese calor agradable que deja en la piel un bronceado especial, y que tanto gusta a los famosos. Al salir del avión fuimos a alquilar un coche y, de allí, al hotel, frente a la Playa de las Figueretas, a unos minutos a pie de la ciudad. En el hotel disponen de un único ordenador con conexión a internet, pero cuesta un euro cada quince minutos. El primer día fuimos a la playa de Aguas Blancas. Aparece en las guías como “playa de nudistas”, pero da lo mismo: en las calas y playas ibicencas siempre hay un poco de todo, desde quienes no se quitan el bañador hasta quienes optan por el desnudo integral. De camino a este rincón de la costa paramos en San Carlos de Peralta, por consejo de unos colegas: allí está un bar llamado Casa Anita, donde sirven exquisitas tostas para comer, además de raciones y platos de menú. El local tiene encanto: era un antiguo lugar de reunión de hippies y oficina de correos, y aún pueden verse en las paredes los viejos buzones. No tiene pérdida porque está en una curva de paso por el pueblo. Aguas Blancas es una maravilla, y desde la playa se ve el famoso Islote de Tagomago. Pero se observan zarpazos de lo que las guías llaman la “balearización”: chiringuitos y mucha gente. No me gusta soportar el sol, pero suelo soportar el de Ibiza. Y, ya digo, deja un bronceado envidiable. Así que no me importa pasar el día tostándome como un cangrejo que entra al agua cada pocos minutos. Una de mis reglas es no tumbarme en la arena: la toalla debe estar siempre sobre las rocas, que es una manera de librarse del gentío y de la tierra húmeda. En las rocas no hay aglomeraciones, pero siempre aparece alguna Familia Telerín a romper el encanto y dar voces y pisarte la toalla porque no tienen imaginación para buscar otros accesos u otros recodos (pero de esto ya hablaré con más calma otro día).
Por la noche fuimos al Puerto de Ibiza, que conocía del año anterior. Puestos, tiendas, bares, terrazas, gatos, muros blancos y callejuelas encantadoras. En las calles más concurridas, los ganchos o relaciones públicas ofrecen descuentos y ofertas en las copas. Tomamos un mojito en una terraza y luego fuimos a uno de los primeros bares de la Calle de la Virgen. Al principio de la calle se ven familias cenando en las terrazas y, hacia el final, locales de gays. Esa noche conseguimos entrar en Pachá. Por la patilla. Sin pagar. Alguien que conoce a alguien, etcétera. Ya conozco todas las discotecas de Ibiza y, sin duda, esta es la mejor. Varias salas, llenos continuos y zonas vips donde se juntan los famosos. Seguiremos informado.

Cartel de Body of Lies


Colas falsas

Ya resulta imposible distinguir entre lo verdadero y lo falso, entre la realidad y la ficción. Entre lo auténtico y lo impostado. El hombre, en esta época, vive a caballo de ambos mundos. Basta con echar un vistazo a esas noticias en las que se destapan engaños, fraudes, traiciones: el cura pederasta, el policía corrupto, el vecino homicida, el alcalde que blanquea dinero. Acabo de leer una noticia y aún estoy asombrado. El titular dice así: “Orange paga a actores para que hagan cola por el iPhone”. Fue en Polonia. Reconocieron que, a la puerta de veinte tiendas del país, habían colocado a personas pagadas que fingían esperar para comprarse el famoso iPhone. La intención era “generar expectación”. Un truco publicitario, un engaño, que resultará muy efectivo. Imagino a uno de esos actores entrando en la tienda. Se acerca al vendedor y este le dice: “Supongo que el caballero desea el iPhone”. El tipo contestará, en voz baja: “Supone mal. No voy a comprar el teléfono. Soy uno de los actores contratados para generar expectación. Hagamos como que me lo vende y déme una caja vacía”. El vendedor dirá: “Entiendo. Gracias por su participación”.
Es una buena artimaña, pero supone una mentira. Es buena porque las colas atraen a la gente. Atraen a los ociosos y a los que creen que lo mejor siempre es aquello donde se reúne la muchedumbre. Lo he visto varias veces en Madrid, una ciudad de colas kilométricas. Cuando no está muy claro para qué es la cola, por ejemplo a la puerta de unos grandes almacenes, hay gente que se para a tu lado y pregunta. “Oiga, ¿para qué es la cola?” Te dan ganas de responder: “¿Y a usted qué le importa?” En Madrid basta con que media docena de personas hagan círculo para ver la actuación de un mimo en Preciados para que todos nos acerquemos a curiosear qué es lo que allí se cuece. He visto de refilón a oradores junto al Oso y el Madroño. Su retórica estaba hueca y quizá hablaban del fin del mundo, pero tuvieron la suerte de ser observados y escuchados por unos cuantos y a partir de ahí se generó la expectativa. ¿Se han parado a observar las caras de la gente en esas ocasiones? Algunos parece como si se rascaran el cogote mientras se preguntan si aquello merece la pena, y quizá creen que, al arremolinarse tanta gente en torno, de veras merece la pena.
Un representante de Orange lo reconoció. La noticia la recoge el diario El País: “Tenemos estas colas falsas frente a 20 tiendas en todo el país para aumentar la expectación por el iPhone”. Y el tío se queda tan ancho. La estrategia consiste en que el ciudadano de a pie vea las colas y piense: “Todo el mundo se está comprando el iPhone menos yo. Tengo que hacer algo al respecto”. Y el ciudadano de a pie no será feliz hasta que sea igual o mejor que su vecino. Hasta que sus privilegios superen al prójimo. Y, aún así, no estará satisfecho. Leamos estas declaraciones del escritor Thomas Bernhard, recogidas por Kurt Hofmann: “Si alguien va en ciclomotor, odia al que conduce una Honda de setenta mil chelines. El que conduce una Honda, odia al del Mercedes. El del Mercedes dice: “Quisiera tener un castillo”. Quien tiene un castillo querría en realidad poseer Europa. Por eso no salen de la infelicidad”. Y de eso, precisamente, se aprovechan algunas empresas. Todo consiste en superar al vecino, en consumir no por placer, sino por competición, por no quedarse atrás, por no ser menos que el resto. Así que, con ejemplos de esta clase, es evidente que vivimos con un pie en la verdad y otro en la mentira. Resulta difícil distinguir por dónde nos movemos.

Carteles de Fear(s) of the Dark




Uno de los artífices de esta película de animación es el dibujante Charles Burns. Produce Guillermo del Toro. Esta es la página oficial del filme: aquí.

Plenitud nocturna

No sé qué hospeda la noche zamorana que, cada vez que regreso a la ciudad, me entrego a ella sin establecer límites. Sé cuándo salgo de casa, pero nunca cuándo regresaré, al contrario que en Madrid, donde procuro fijarme unos horarios y estoy más comedido. Puede que sea la distancia. La distancia entre los bares por los que me muevo y la distancia que hay hasta casa. Tan sólo unos minutos andando, y eso es un lujo. Volver caminando por San Torcuato. Sin agobios, sin jaleos, sin tráfico, sin peligros acechando en las esquinas, sin tener que recurrir a taxis, a autobuses ni a metros. Puede que sea la distancia, pero prefiero apostar por el encanto de la noche zamorana. No me lo invento. Algunas noches me he topado con gente que, a pie de barra o en la entrada de algún garito, me dice que vive en otra provincia pero suele venir de juerga a mi ciudad.
Me estimulan los bares de mi tierra. Nos apostamos en la barra y nos puede alcanzar la madrugada sin que nos demos cuenta. Me gustan los bares como sitios ideales donde establecer contacto, donde pegar la hebra y volcarse en las relaciones sociales. Las lenguas se sueltan en la noche, con el alcohol. Confesamos secretos que no confesaríamos a la luz del día, sentados en una terraza y tomando café. Se revelan más cosas junto a las barras de garitos y tabernas que en los confesionarios de las iglesias. Los curas deberían pasar unos días haciendo de barmen: todos los clientes admitirían sus pecados y sus crímenes y sus traiciones. De hecho, el barman es un confesor. Sólo tiene que servir la copa y poner la oreja. No hace falta que pregunte. En mis tiempos de camarero y pinchadiscos se confesaban conmigo tipos a los que nunca antes había visto. Porque la gente sólo quiere que la escuchen. Y para hablar necesita un oyente y un poco de alcohol en la sangre. Lo demás viene rodado.
Quemamos la noche. Cerramos los bares. La barra es el lugar por el que pasan los viejos amigos y los viejos conocidos. Los tipos con los que estudiaste en el colegio están por allí, como tú. Seguimos siendo los mismos, pero algo más viejos. Algunos con hijos. Es la hora de las confesiones. Nos rodea una niebla espesa de humo de tabaco, porque la gente no ha abandonado el hábito de fumar. A mí me parece que ahora hay más fumadores. Por las normas y prohibiciones. Si regalaran los pitillos, nadie fumaría. Aquello que no es aconsejable siempre resulta más seductor, atractivo. En la Plaza de Viriato hay un concierto de jazz, pero no vamos porque queremos estar en los bares. Y antes de eso hemos cenado bien. Deliciosas tapas en el Café Bar Viriato y en el Kalima. La clase de comida cuyos sabores casi te hacen saltar las lágrimas de placer y felicidad. La noche nos depara numerosos encuentros. No sólo con amigos y conocidos, sino con gente que uno conoce por casualidad. Pubs, bares, tabernas, discotecas. Hasta que el cuerpo aguante. La noche siempre empieza en el Ávalon. Ya lo he dicho y lo repetiré hasta la saciedad. Y luego, quién sabe. Ya veremos. Una frase de Julio Llamazares, hallada en uno de sus libros de viajes, reza así: “El viajero, cuando no sabe qué hacer, deja que se lo diga el destino”. Con la noche y su ruta de garitos sucede igual. El destino decidirá por nosotros, por los viajeros de la noche. El encanto de volver a casa dando un paseo, en la madrugada, mientras los felinos me observan con inquietud y recorren las sombras en busca de un poco de comida, en busca de gatas, o para entregarse a su territorio, que es el de las calles en la noche. Silencio en la ciudad. Sólo los gatos y yo. Su mirada misteriosa y mi cansancio.

Car crash

Uno se imaginaba que los actores de Hollywood de hoy no tenían accidentes de coche. Que habían aprendido de lo que le ocurrió a James Dean. Siempre he creído que contaban con un chófer, excepto aquellos que quieren apurar la noche hasta sus últimas consecuencias y son atrapados en controles de policía con un revólver en la guantera y los bolsillos y el organismo llenos de drogas y alcohol: esos actores a los que luego fichan y sus imágenes dan la vuelta al mundo. Este verano está siendo fecundo en noticias relacionadas con actores y accidentes de coche, que en inglés llaman “car crash”. Shia LaBeouf, una de las nuevas incorporaciones a la saga de Indiana Jones, sufrió hace poco un accidente de automóvil. Iba borracho y fue arrestado. Se rumoreaba que podía perder el dedo meñique de la mano izquierda. Dado que sus lesiones están protegidas con vendajes y tablillas, y que se encontraba a mitad de rodaje de la secuela de “Transformers” cuando se dio el golpe, el director ha decidido incorporar las heridas en la mano al argumento de la película. De lo contrario tendrían que paralizar el rodaje, lo que supone pérdidas millonarias.
El coche de Morgan Freeman dio varias vueltas de campana. Salvó el pellejo de milagro, pero el golpe le dejó varias fracturas. Recordemos que Freeman tiene sesenta y un años. Que se salvara es casi un milagro. Hace unos días, la joven actriz Amanda Bynes, vista en el remake de “Hairspray”, tuvo otro accidente. Un accidente menor, del que salió ilesa. Pero el conductor del automóvil con el que chocó tiene heridas leves. Aunque no están tan relacionados con el cine, los Beckham acaban de salvar la piel después de otro terrible accidente de coche en Francia. Probablemente nadie recuerde el nombre de Dan Haggerty. Yo ni siquiera sabía que se llamaba así. Fue el protagonista de la serie “Grizzly Adams”, que la gente de mi generación recordará. La mujer de Haggerty murió hace unos días en un accidente de motocicleta. El gesto noble del verano lo ha protagonizado George Clooney. El actor conducía su coche en Italia y le dio un golpe al Lancia de una mujer. Reconoció su culpa y luego tuvo este detalle que muestra su carisma y su elegancia: cuando ella fue a buscar el vehículo al taller, se encontró con que el actor le había comprado un coche idéntico, otro Lancia del mismo modelo, que incluía una nota. En la nota había escrito: “Lo siento mucho. Espero que me perdone. George Clooney”. Supongo que a la mujer se le caerían las bragas al ver el regalo y la nota. Joan Hyler, agente de Bob Dylan y de Madonna, fue hospitalizada hace unos días tras darse un golpe con su vehículo. Pero lo más grave es lo que ha tocado a la familia de la actriz Helena Bonham Carter: cuatro de sus familiares han muerto en un accidente de autobús en Sudáfrica. Estaban de safari y el bus volcó. Fallecieron sus tíos y su sobrino y la mujer de otro de sus primos. Se salvó una de sus primas.
La mayoría de estas noticias apenas alcanza trascendencia en los medios de España. Pero yo las sigo en inglés. Las leo en las páginas especializadas de cine, webs norteamericanas que te sirven al minuto la información. Después de leer el párrafo anterior, parece como si el mundo del espectáculo hubiera sufrido este verano una maldición. No es así, pero no deja de ser curioso. Tantos accidentes de tráfico relacionados con el mundo de las estrellas. Los malditos coches. Uno pensaba, en su ingenuidad, que las estrellas actuales iban sentadas en el asiento de atrás mientras el chófer hacía el trabajo sucio. Ya veo que no.

martes, agosto 26, 2008

Cartel de Che. El argentino


Incompatibles

Aunque he procurado evitar las noticias sobre los Juegos Olímpicos de China, al final me enteré de algunas cosas por accidente o porque amigos y familiares me las contaron. El día de la inauguración supe que el encargado de dirigir el cotarro, una vez Steven Spielberg rechazó el puesto, era el director Zhang Yimou. No he visto todas sus películas, pero recuerdo con agrado “La linterna roja” y, sobre todo, la colorista “Hero”. También me enteré de que existía un tipo llamado Michael Phelps, hombre pez americano que ha ganado no sé cuántas medallas, y a quien mis colegas comparan, con acierto, con Abe Sapien, la criatura acuática que se alimenta de huevos podridos en “Hellboy” y que vive dentro de un tanque de agua. Vi a un cubano cabreado darle una patada a un árbitro. Vi triunfos y medallas. Y poco más.
Y el día de la clausura de los Juegos Olímpicos estaba en Zamora y mi familia puso la televisión para ver los festejos de cierre de los chinos. Entonces salió Jimmy Page, guitarrista de Led Zeppelin y una leyenda, y uno de los grandes músicos de la historia del rock. Yo he vibrado mucho con Led Zeppelin, una gran banda de rock, o quizá de rock duro (lo menciono porque leí en un periódico nacional que la denominaban “banda de heavy”, con lo cual supongo que el informador ni siquiera sabe de qué demonios está hablando). Salió Page, ya viejuno y con coleta blanca, a marcarse unos acordes. Tocaba “Whole Lotta Love”, un tema rompedor que aparece en el álbum “Led Zeppelin II”. Se trata de una canción que no deja a nadie indiferente. Que sacude, que golpea, que acelera los corazones. Puro rock. Pero estoy hablando del tema original, porque la versión que se hizo en los Juegos Olímpicos fue una vergüenza. Y no lo digo por Page, que estuvo a la altura aunque el sonido del estadio era regular. Lo digo porque pusieron a cantar a Leona Lewis. Yo ni siquiera sabía quién era. Me enteré en el momento en que los locutores explicaban que es una cantante pop que ha ganado un concurso del estilo a “Operación Triunfo”. Sí, la chica es muy guapa y tiene buena voz, pero canta en plan Whitney Houston y no se puede consentir que alguien así se ponga a versionar a los Led Zeppelin. Es un crimen. Y por eso, en vez de rock duro, parecía que estaba cantando el tema principal de “El guardaespaldas”.
Es un cruce que no pega. Un guitarrista de rock y una cantante de pop blando. Hay cosas que no cuajan. Mezclas que no funcionan. O sólo funcionan en la alta cocina. Los buenos cocineros mezclan pollo con chocolate y les sale bien. Está rico. Pero en la música estas mixturas son peligrosas, no conducen a ninguna parte. Es como si, aquí en España, salieran juntos al escenario Julio Iglesias y el guitarrista de Extremoduro a cantar y tocar, respectivamente, el tema titulado “Extremaydura”. Pues eso: no funcionaría. No sería lo mismo. Mientras veíamos a Leona Lewis y a Jimmy Page versionando “Whole Lotta Love”, mi madre comentó: “Deberían dejar que tocara él solo, sin ella”. Estuve de acuerdo. No sé cómo se sentirán los seguidores de Led Zeppelin. Pero a mí me pareció un crimen. Esto suele ocurrir mucho. Que suban al escenario a dos personas cuya manera de entender la música sea incompatible. Luego supe que salió Jackie Chan a cantar y a bailar. No sé qué tal lo hizo y no he encontrado el vídeo por internet. Supongo que lo haría mal. Pero me hubiera gustado verlo. A mí Jackie Chan me cae bien. Hace él mismo sus escenas de acción y nunca abandona su lado cómico y, además, es un icono de mi infancia, en esas películas en las que utilizaba la técnica del “mono borracho”.

lunes, agosto 25, 2008

The Paris Review. Entrevistas


Primer volumen de la selección de entrevistas a escritores, preparada por Ignacio Echevarría. Como suele suceder en estos casos, unas son mejores que otras, dependiendo del personaje en cuestión. Simenon, Faulkner, Céline, Bellow, Roth o Cheever, por ejemplo, se muestran muy lúcidos. Naipaul resulta demasiado arrogante. La más divertida es la de Vonnegut. Un par de ellas apenas me interesaban, a priori, porque no me interesa la obra de sus autores; pero es necesario leerlas porque siempre aportan algo. Es una selección acertada, que incluye un prólogo y notas biográficas de Echevarría. Por cierto, la de Faulkner es probablemente la mejor entrevista que se le haya hecho a un escritor: no para de soltar perlas y sentencias ya célebres. Espero que en otoño aparezca el segundo volumen.

Tres poblaciones

Sintra. Una localidad demasiado agobiada por el turismo y lo que eso comporta: numerosas tiendas de souvenirs, restaurantes con cebos para atrapar al extranjero, cientos de excursiones. Aquí y allá se recuerda el nombre de Lord Byron, enamorado de esta región. Mientras hacemos kilómetros para llegar a este entorno fabuloso, observo las indicaciones, la cantidad de carteles. Y digo en voz alta: “Todos los caminos conducen a Sintra”. Luego me entero de que esa frase ya la dijo José Saramago. Entramos en el Castillo de los Moros. Pagamos entrada. El paseo satisface y aprovecha mucho: bosques frondosos, aire puro, almenas sólidas, vistas privilegiadas, iglesias en ruinas. En las cuevas se ve la huella del hombre: heces y papel higiénico. Esto no podía faltar y demuestra que el ser humano siempre está manchando cuanto pisa. Vemos el osario, las cisternas, los silos. A la salida, dos gatos merodean entre quienes entran y salen del recinto. Se dejan tocar y fotografiar. Acaricio a uno de ellos, un felino atigrado y tuerto y cariñoso con el que me hago fotos. La siguiente parada es el Palácio da Pena, que engloba varios estilos arquitectónicos. Hermoso por fuera y lujoso por dentro y muy bien conservado, con todo en perfecto estado: las camas, los orinales, los escritorios, las sillas, las mesas, los cortinajes, los sofás, y, en general, el mobiliario al completo y demás parafernalia de la monarquía, indicios evidentes de que aquellos capullos no vivían nada mal. Cobran dos euros por llevarte en un tren que sube una cuesta por la que se tarda en ir, a pie, apenas cinco minutos. Preferimos caminar. Es visita obligada el Cabo da Roca, conocido también como “el punto más occidental de la Europa continental”. Un faro, un acantilado y una placa sobre la piedra, con versos del poeta Luís de Camões: “Aquí… donde la tierra se acaba y el mar comienza”.
Estoril. Vemos por fuera el célebre Casino de Estoril, dentro del que se rodaron escenas de una película de James Bond, “007. Al servicio secreto de su majestad”. Ni siquiera nos planteamos la entrada: tenemos zapatillas, barba de tres días, camisetas y poco poder adquisitivo. Frente al edificio, cruzando la carretera, está la playa, llena de bañistas negros y gente blanca tomando el sol. Pedimos un refresco en un bar a pie de playa, para quitarnos el reseco del calor de la tarde. Unos cuantos policías beben algo en la barra y uno de ellos es calcado a Morgan Freeman, y se nota que él lo sabe. Me quedo con ganas de zambullirme, pero no hemos venido provistos de lo necesario y tampoco quiero continuar el viaje con el salitre pegado a la piel. Mientras los pobres se bañan en el mar, los ricos gastan su dinero en el casino. Nadie dijo que la vida fuera justa.
Cascais. Cerca de allí encontramos uno de los sitios más misteriosos que he visitado nunca: la Boca del Infierno. Acantilados, agujeros excavados en la roca, olas que rompen de manera brutal, una vista alucinante, propia de “Peter Pan”, digna de una novela de aventuras y de piratas. Por aquí rodó Amando de Ossorio su película de culto, “La noche del terror ciego”. Observo hacia abajo, desde el mirador, e imagino al Capitán Garfio entrando en este recodo del diablo en una barca, con Smee a los remos y la Princesa Tigrilla de rehén. Y a Peter Pan sobrevolando el lugar, al acecho. Leo una placa que reproduce la carta que el ocultista, escritor y poeta Alesteir Crowley escribió a una mujer, simulando su suicidio en la Boca del Infierno. La placa menciona también a Fernando Pessoa, apasionado del ocultismo a quien Crowley quería conocer en persona. Caminamos entre las rocas: vemos percebes, cangrejos y mejillones. Olfateo el agua, siento la brisa en el pelo, miro el cielo. Me fascina.

domingo, agosto 24, 2008

Y al quinto verano resucitó el escritor Gonzo


Puso el periodismo patas arriba. Hunter S. Thompson vivió al límite y creó el estilo ‘gonzo’, donde el autor es el protagonista. A los cinco años de su muerte, dos libros y un documental redimen al autor de ‘Miedo y asco en Las Vegas’.
El 20 de agosto de 2003 se descubrió un extraño monumento en uno de los valles de Woody Creek, Colorado (Estados Unidos). Una torre de 45 metros de altura apareció coronada con un puño rojo con dos pulgares y un círculo verde en el centro. Mientras sonaba la canción de Bob Dylan Mr. Tambourine Man se accionó un mecanismo que propulsó las cenizas de Hunter S. Thompson desde el centro del puño. Aquello fue una ceremonia excéntrica, ruidosa y chocante, plagada de celebridades políticas como John Kerry y actores como Sean Penn. Estuvo a la altura del mítico periodista y escritor que se había pegado un tiro seis meses atrás en su casa, a pocos metros de allí.
[Titular, foto y texto de El País. Más: aquí]

Caos, locura, dualidad

La película empieza como un trueno estallando en la pantalla y hasta el final no deja respiro. Empieza con un atraco deudor de la grandiosa “Heat”. Christopher Nolan declaró que ese filme de Michael Mann le había inspirado a la hora de construir su secuela de “Batman Begins”. Y así, y con esos elementos y las fuentes de algunos cómics legendarios del hombre murciélago, “El Caballero Oscuro” supera a la original y se convierte en una de las películas más fascinantes sobre superhéroes que se hayan rodado. Aunque, como uno de los personajes repite, Batman no es un héroe. Sólo un vigilante nocturno, sólo un guardián callejero, sólo un caballero oscuro.
Escribo mientras escucho, embrujado, la partitura de Hans Zimmer y James Newton Howard para la película. El reparto es impecable: el misterio y el poder seductor de Christian Bale, la elegancia británica del inmenso Michael Caine, la nobleza de Morgan Freeman, la entrega de Gary Oldman, el lado benévolo y tenebroso de Aaron Eckhart, el brillo de la morbosa Maggie Gyllenhaal. Y un montón de secundarios que aportan solidez al filme: William Fichtner, Eric Roberts, Anthony Michael Hall, Nestor Carbonell y Cillian Murphy. He dejado para el final al actor que, junto a Eckhart, supone el broche de oro a esta historia, la interpretación merecedora de varios premios, aunque sea a título póstumo, aunque ya no le servirán de nada: Heath Ledger. Ya bordó otros papeles. Recordemos: “Diez razones para odiarte”, “Monster’s Ball”, “Las cuatro plumas”, “Brokeback Mountain”, “El secreto de los hermanos Grimm” o “Candy”. Así que su versión de Joker no nos pilla por sorpresa. Pero, aún así, da más de lo que esperábamos: lo da todo, se entrega al personaje como si lo viviera, lo hace suyo y nos obliga a olvidar a otros memorables Jokers. Sólo el momento en que urde el truco del lápiz o los monólogos en que cuenta cómo se hizo las cicatrices que afean su boca, “la sonrisa del payaso”, merecen todos los elogios. Ledger viajó al fondo de la locura y nos trajo este regalo: un villano aterrador e inolvidable, y, aún así, divertido, con un sentido del humor macabro, un perro rabioso al que alguien ha quitado la correa. Es necesario escucharlo en versión original, pues el acento y los registros que el actor trabajó a fondo convierten a su Joker en algo más perverso de lo que pueda ofrecer el doblaje, cualquier doblaje. Un Joker profundo y anárquico. La primera vez que lo vemos en la pantalla no podemos evitar un escalofrío: actor joven muerto en la cumbre de su carrera, una imagen de eterna juventud que permanecerá por siempre en las retinas de los cinéfilos. No se queda atrás el mencionado Aaron Eckhart. Sabíamos que tras su personaje iba a aflorar la dualidad, el rostro del mal y del bien, Dos Caras. Pero no sospechábamos el impacto que provocan su semblante desfigurado y el amargor de su tristeza.
Cristopher Nolan, artesano responsable de “Memento”, “Insomnio” y de “The Prestige”, construye una sinfonía sobre el mal en estado puro y la auténtica naturaleza del hombre cuando debe afrontar la muerte y la responsabilidad. Película de dualidades. Todos los personajes tienen dos caras: la mujer que ama a un hombre en público y a otro en privado, el millonario famoso que por la noche se transforma en justiciero, el ejecutivo que ajusta las finanzas de Bruce Wayne y en secreto construye los inventos de Batman… Filme de claros y oscuros, sombras y luces, orden y anarquía. De decisiones: ¿A quién prefieres salvar?, ¿Quién vive y quién muere?, ¿Asesinarías a otros para salvar tu pellejo? El Joker saca lo peor de cada persona. Las decisiones dejadas a lo que dicte el azar: una moneda. Y el caos y la locura sobrevolando la ciudad.

Gólgota, de Leonardo Oyola


La sangre derramada llama pidiendo por más sangre. Eso es un hecho universal que no conoce de latitudes ni de longitudes. Es así. Punto. La escalada. Mostrar hasta dónde somos capaces de llegar. Primero siempre es por venganza y después para demostrar quién es el que la tiene más grande.

El nudo

La única manera de afrontar el dolor es escribiendo sobre él. Escribir y liberarse, siquiera un poco, del nudo del estómago. Soy una de esas personas que tienen miedo a volar. Miedo a las alturas, miedo a los aviones. Miedo, como en el poema de Raymond Carver. Cuando uno siente un nudo, debe soltarlo, aflojar sus lazos. Desde el momento en que, el miércoles pasado, supe de un accidente de avión en Barajas, todas las tensiones se juntaron en el estómago. Primero, la preocupación por los tuyos, por los más cercanos: ese día volaba uno de mis primos, y varios de mis amigos viajan estos días a las Canarias, sea para visitar a sus familiares o de regreso a casa. Segundo, la preocupación por la gente de la tierra, porque hay zamoranos en todas partes, en cada rincón. Hace días estuve tentado de hablar sobre una curiosa coincidencia: a menudo, cuando estoy en los restaurantes, la gente de las mesas de al lado habla de Zamora. Son de allí, o tienen familia en la provincia. Da lo mismo que esté en un local griego de Madrid o en uno español de Pastrana. Porque hay zamoranos en todas partes. Por eso, cuando supe lo de Barajas, una sospecha creció en mi interior: “Seguro que algún zamorano va dentro. Espero que no, o al menos que haya salvado el pellejo”, pensé. No fue así. No hubo suerte. Tercero, la preocupación por todos los pasajeros, sin importar su nacionalidad, su color de piel, su lengua o su origen.
Cada vez que subo a un avión sufro varias horas de tortura: tensiones, sudores fríos, estómago revuelto. Creen que exagero, pero el sudor frío no engaña. Cuando viajo con amigos, suele haber chacota. Chistes y risas, como si yo estuviera loco. Pero la locura no tiene que ver con fobias y vértigos. Por eso sólo me comprenden quienes sufren igual que yo. He visto a algunos colegas, con quienes compartía vuelo, sedarse en el aeropuerto para que todo pareciera liviano y sin amenaza. Poco a poco, y con la costumbre de viajar, voy superando la fobia. Siempre leo varias páginas de algún libro antes del despegue y en el trayecto, para distraer la cabeza con otros mundos. El martes y el viernes tengo que volar: imaginen mi pánico. Esto me obliga a recordar una película que, en su momento, me dejó molido: “Sin miedo a la vida”, de Peter Weir. Cuenta la historia de un hombre (Jeff Bridges) con pánico a volar, que tiene un accidente de avión y sobrevive y se replantea toda su vida. Porque, una vez que le has visto los ojos a la Muerte y quizá te haya sonreído, ya nada será igual. Ya nada puede serlo.
Esta es otra de esas tragedias que nos toca mascar, saborear y tragar a la fuerza, con el corazón roto y la náusea en la boca. A diario hay tragedias, pero lo que a uno le aplasta más es que le toquen de cerca: ocurrió ahí al lado. Lo que resta ahora es que se encuentren las causas, nos ofrezcan explicaciones que no estén bañadas por la disculpa o la confusión. Que nadie se pase la pelota. Que rueden las cabezas que tengan que rodar. Y sería deseable que los medios de comunicación dejaran de meter el dedo en la llaga, como hacen siempre en España cuando las desdichas nos ahogan. Que dejen de sacar en televisión a los familiares partidos por el dolor. El dolor debe curarse en la intimidad y no ante las cámaras. Que dejen de entrevistar a personas ajenas al accidente. Que no nos ofrezcan el testimonio del apuntador. Que dejen de buscar carroña para arrojársela al público. Que dejen de hurgar en la herida y machacarnos. Que dejen de atiborrarnos con datos que mañana olvidarán, cuando llegue otra tragedia y dirijan hacia ella sus focos. Es un espectáculo inmoral. Sólo deben importar tres asuntos: las causas, los muertos y los supervivientes. Y cómo evitar las catástrofes.

viernes, agosto 22, 2008

Te me moriste, de José Luís Peixoto


Tiene sólo 40 páginas y cuesta menos de 4 euros. Es un texto de prosa poética, traducido en España al igual que las novelas Nadie nos mira, Cementerio de pianos y Una casa en la oscuridad (esta última aparecerá en septiembre). Un texto que, como dice su traductor, Antonio Sáez Delgado, "vive en las orillas de los géneros". Es autobiográfico, poético y narrativo. Es el regreso del autor a la casa de su infancia tras la muerte de su padre. Cada rincón activa el recuerdo. Su promesa fue no olvidar al progenitor. Y no lo olvida. Porque la única manera de ahuyentar a la muerte es la memoria. Son 40 páginas estremecedoras y muy íntimas, pero jamás caen en la cursilería o en el sentimentalismo. Si lo encontráis en alguna librería, comprarlo. Os dejo con un fragmento:
Padre que nunca te vi tan vulnerable, mirada de niño asustado perdido pidiendo ayuda. Padre, mi hijo pequeño. Nosotros rodeándote, y tus gemidos lejanos en la verdad insoportable que te enterró allí, rodeándote, y nuestras lágrimas inútiles en el pánico, nosotros rodeándote y quitándote la chaqueta empapada de sangre, y mi madre envolviéndote el vientre con una toalla blanca y después roja. Y pasó mucho tiempo en nuestros rostros. Inmóviles, mientras esperábamos que la sangre se parase, sucedió como si nos hubiésemos abrazado. Fuimos juntos. Y mi madre, siempre cuidándote, con la punta húmeda de un paño, te lavó el vientre y la cicatriz. ¿Dónde has estado esta noche, padre? Te he buscado más allá de la memoria, en los rincones que sólo nosotros conocemos, y no te he visto. Sólo he visto, en la negrura de los rincones antes iluminados, la negrura de tu ausencia, el dolor sin fin que sólo se puede sentir. Te he buscado en los rincones de la noche.

Creatura nº 31



Ya he recibido el número de agosto del Creatura. Como bien dicen sus responsables, es un fanzine totalmente gratuito. En esta ocasión encontramos textos sobre la serie Héroes, la banda Urge Overkill, poemas de Félix Chacón o una entrevista con Amado Storni, entre otros. Esta vez tengo que agradecer al Kebran la inclusión de uno de mis cuentos breves, Conversación de dos suicidas: muchas gracias. Pero lo mejor es pinchar en la disección del número que él mismo hace en su blog o en la versión digital del fanzine: aquí y aquí.

En la ciudad blanca (y 3)

Por las noches, en Lisboa, tomamos caipiriñas en el bar del hotel. Estamos demasiado cansados para ir de bares, tras estar en pie y moviéndonos de aquí para allá durante catorce o quince horas diarias. El camarero asegura que es “la mejor caipiriña de Lisboa” y le creo. Un saxofonista da la brasa en una esquina. Hay españoles por el hotel. Por la noche, en la habitación, navego por entre los canales de televisión que ofrecen; siempre hay películas buenas en versión original y veo algunas escenas antes de entregarme a un sueño reparador: “Taxi Driver”, “Amigos y vecinos”, “Scarface”, “Novecento”, “El Señor de los Anillos”. En los restaurantes comemos y cenamos bacalao, sapateira (o sea, buey de mar), almejas a la marinera, sardinas asadas. En la plaza de Rossio, saturada de inmigrantes africanos, acudimos a un angosto garito llamado A Ginjinha. Hay cola para entrar. Es un local diminuto y con solera. Se pide la consumición y hay que salir fuera a tomarla. Dentro, un hombre serio sirve la jinga, un exquisito licor de cerezas, en vasos de plástico. Dentro, una barra y un lavabo (en la mayoría de locales de Lisboa, los lavabos suelen estar fuera de los servicios, y uno se lava las manos a la vista del personal). Detrás del hombre, los grifos con cuyos chorros llena las botellas atoradas de cerezas. Una y otra vez, los camellos se acercan a nosotros y abren las manos para que veamos la mercancía. Al final resultan cansinos.
Cerca de allí nos sentamos en una terraza. Se acerca un negro vendiendo collares y muñequeras. Nos pregunta si somos de España, quiere saber de qué ciudad venimos. Madrid, decimos. Él dice que estuvo viviendo en Madrid, en concreto en Lavapiés, y esa coincidencia me entusiasma. Insiste en que le compremos un collar porque “la vida está muy mal”, y lo consigue. Repetimos visita al barrio de Belém. Visitamos el muelle Cais do Sodré. Entramos en el British Bar, una taberna con encanto y paredes de madera, al estilo de las que se ven en las películas irlandesas. Me bebo una Guiness de barril. Luego probamos una cerveza de botella, “Fruto Prohibido”, con un punto picante. Los camareros no sólo entienden el castellano: la mayoría lo habla.
Lisboa es una ciudad que apasiona y embruja. Seduce y enamora. Sólo molesta el exceso de lugares en los que hay que pagar entrada. Y pagar un precio alto. A Lisboa hay que ir bien provisto de dinero, y te lo sacarán todo. Es una ciudad cara, pero misteriosa. Una ciudad de cuento, con encanto bohemio, con calles enmarañadas, con cafés inolvidables, con aguas muy azules, con estupendos mariscos y pescados, con el delicioso vino verde, con pasteles y caipiriñas que alegran la tarde y la noche, con rúas empinadísimas y tranvías cuyas ruedas chirrían llenando el crepúsculo, con una luz intensa durante el día, con alusiones continuas a la cultura, a los poetas y escritores y aventureros que la recorrieron y la glosaron y vivieron y murieron en sus calles, con castillos y almenas, con fados que suenan en las tabernas, con vendedores de droga que practican el asalto al transeúnte, con mendigos que arrastran sus carros colmados de trapajos y cartones y desperdicios, con hombres barbudos cuyas vidas se desangran en los bancos, con ferrys repletos de blancos y de negros que se adormecen mientras cruzan a la otra orilla, con barrios pobres y barrios lujosos, con plazas y rincones donde siempre brilla algo (una fachada, una tasca, un rostro, una estatua, un gato dormido, un verso tallado en la piedra, un graffiti, el perfume de un pastel de nata o de una sardina asada). Y donde la luz tiene un efecto perturbador y cierto punto de magia, como si uno navegara por los bordes de un milagro.

jueves, agosto 21, 2008

Control


Cansado de esperar a su estreno en cines o en dvd, decidí hacerme con una copia de esta biografía sobre Ian Curtis, el torturado cantante de Joy Division, quien se suicidó a los 23 años. El protagonista, Sam Riley, hace un notable trabajo. Buena película (con una impecable fotografía en blanco y negro), aunque su ritmo decae en algunas secuencias.

A Criança em Ruínas, de José Luís Peixoto



He leído este poemario en portugués y puedo asegurar que es una maravilla. Me guié por las recomendaciones de David González, quien, en su blog, tradujo uno de los poemas de este libro. No comprendo por qué la poesía de José Luís Peixoto continúa inédita en castellano. En A Criança em Ruínas nos habla del tiempo de la infancia, de la ausencia de ese territorio, de la muerte, del amor y del desamor... Poemas íntimos, muy hermosos. Traduzco por mi cuenta un poema, del que se puede encontrar otra versión en esta web:

a la hora de poner la mesa, éramos cinco:
mi padre, mi madre, mis hermanas
y yo. después, mi hermana mayor
se casó. después, mi hermana pequeña
se casó. después, mi padre murió. hoy,
a la hora de poner la mesa, somos cinco,
menos mi hermana mayor que está
en su casa, menos mi hermana
pequeña que está en su casa, menos mi
padre, menos mi madre viuda. cada uno
de ellos es un lugar vacío en esta mesa donde
como solo. pero van a estar siempre aquí.
a la hora de poner la mesa, siempre seremos cinco.
mientras que uno de nosotros viva, siempre
seremos cinco.

Scott Caan, actor y fotógrafo









Scott Caan, hijo de James Caan y a quien suele recordarse por su papel en Ocean's Eleven y secuelas, es, además, un gran fotógrafo. En su web pueden verse las imágenes que toma de los actores, los mendigos, las mujeres desnudas, las calles, los alcohólicos, los skaters, los niños, los hoteles... En las fotos de arriba se puede reconocer a los intérpretes Dennis Hopper, Mena Suvari y Don Cheadle. Aquí.

En la ciudad blanca (2)

El Chiado. Nos acercamos al café A Brasileira, bullicioso y con cierto esplendor. En la terraza, la célebre estatua del poeta y escritor Fernando Pessoa. La gente se hace fotos junto a él. Se sientan en la silla anexa, se apoyan en su brazo, rodean sus hombros. Hacemos lo mismo. Pessoa en bronce soporta en su muerte la gloria de la que en carne y hueso no gozó en vida. Brasileira está casi lleno y no hay sitio para sentarse y no tomamos nada. Al lado, el Hotel Borges. En esa misma calle, la Rúa Garrett, está la Librería Bertrand, un lujo. Entro a comprar libros del portugués José Luís Peixoto. Compro poemarios sin traducir en España. Luego traduzco por mi cuenta y sin ayuda del diccionario, metido en algún transporte, un poema que habla del tiempo en que Peixoto se sentaba a la mesa con toda su familia. Sus versos me iluminan y me sacian, porque Portugal también es poesía y literatura. Desde algunos puntos estratégicos de Chiado se disfrutan unas inolvidables vistas nocturnas: las casas construidas colina arriba, las luces arrojando su resplandor sobre la ciudad, las terrazas de los bares sitos en cuestas donde cenan los turistas. Nos apretamos dentro de los tranvías y los elevadores. Los viejos tranvías conservan el aroma de lo bohemio y de lo antiguo, sus vientres rugen a medida que tratan de subir por empinadas calles. En la zona comercial de Chiado, además de librerías y puestos callejeros de libros de saldo, está la Luvaria Ulisses, una tienda minúscula y coqueta donde venden guantes de mujer, cosidos a mano. El dueño coloca un pequeño cojín bajo el codo de las damas y, con delicadeza y amabilidad, desliza un guante en sus dedos para que se lo prueben.
Nos perdemos en la zona pobre y degradada del Barrio Alto. Laberinto de callejuelas. Todas las fachadas de las casas, de los bares, de las tiendas, de los restaurantes, están proscritas con pintadas y bendecidas con graffitis. Las esquinas huelen a orín y a alcohol derramado. Una guía de viajes dice que algunos garitos de comidas son “trampas para turistas”. En los adoquines hay trozos de vidrio, botellas rotas, algunas bostas. Una mujer con aspecto de loca da de comer a las palomas desde su ventana. Las palomas zurean entre la porquería. Apenas vemos gente. Se nota que la actividad es nocturna, imaginamos que por las noches aquello se llenará de juventud chupando del frasco. Huele a bohemia, a humildad, a peligro, a suburbio obrero. Más encantador nos parece la Alfama, un barrio pobre y laberíntico del que Vicente Muñoz Álvarez me previene: mejor ir de día que de noche, porque uno podría perderse. Atravesamos calles retorcidas, plagadas de escaleras, de hombres que asan sardinas a la puerta de su casa, de mujeres que conversan junto a gatos que sestean, de tascas que huelen a pescado frito, de pequeños locales que despiden aromas celestiales a comida, de ventanas repletas de tenderetes de los que pende la ropa recién lavada, de macetas en los balcones, de paredes ricas en grietas, de árboles que dan limas y de cuyas ramas cogemos un par de frutos para olerlos y llevárnoslos.
En la Alfama comemos en un restaurante modesto y de menú sabroso que se llama Alfama Grill, junto a la calle Beco do Alfurja. Nos atiende un hombre simpático, amable. En Lisboa encuentra uno camareros que hablan portugués, castellano, inglés y francés, y sonríen todo el tiempo; pero también camareros secos, algo bordes, que te dejan con la palabra en la boca y se van a atender a otras personas. Degustamos el bacalao dorado, las sardinas asadas, los calamares. Estamos en una terraza, al aire libre. Hace calor y por allí cerca pasa algún yonqui, tullido y agotado.

miércoles, agosto 20, 2008

The Dark Knight



Christopher Nolan vuelve a demostrar que el cómic no es cosa de niños. A diferencia de otros muchos directores, él se toma en serio las adaptaciones y las enfoca a un público adulto. El Caballero Oscuro da una lección a las últimas películas basadas en viñetas (Iron Man, El Increíble Hulk, Superman Returns, 300, X-Men 3, 30 días de oscuridad...) que no estaban mal, pero el talento de Nolan las supera, y se coloca a la altura de las más grandes (a mi juicio: Superman, Batman Begins, Spiderman 2, Una historia de violencia, Batman vuelve, Camino a la perdición y Sin City). El terrorífico e impresionante trabajo de Heath Ledger marcará un antes y un después. Otro día hablaremos más del filme.

Dos nuevos carteles de W.



Creo que esta película puede significar la redención de Oliver Stone, tras torturar a los espectadores con Alejandro Magno y World Trade Center. Un regreso a los tiempos de JFK, Nixon o Wall Street, por citar algunas. Ya veremos.

En la ciudad blanca (1)

Lisboa. ¿Qué secretos esconde Lisboa que a todos enamora? No hay secretos. Sólo luz, agua, colinas, tranvías, magia en las esquinas, calles por las que perderse, casas decadentes y cautivadoras, versos grabados y recuerdos de poetas en las estatuas, los cafés y las plazas. Entro en Lisboa y cruzo el Puente 25 de Abril, y parece como si uno atravesara el Golden Gate de San Francisco. Alain Tanner la llamó “la ville blanche” en su película protagonizada por Bruno Ganz, “En la ciudad blanca”, que no he visto aún. La ciudad nos recibe con un golpe de vista majestuoso mientras atravesamos el puente tras un viaje en coche de seis horas. El impacto deja huella en los ojos: un paraje abierto, extensión de aguas muy azules, cielos que huelen a promesa, velas en el horizonte, la estatua de Cristo Rey allá en lo alto, en Almada, con los brazos en cruz, y el Tajo desembocando en el mar, dejando en sus manos oceánicas toda la carga de vivos y de muertos que ha soportado durante su travesía. Entramos en Lisboa bajo el magisterio de Vicente Muñoz Álvarez. En el bolsillo, dos manuscritos de su autoría: un folio con instrucciones para recorrer la ciudad y penetrar en sus barrios con la confianza que dan la sabiduría y la experiencia; y “Beatitud”, un relato recogido en “Perro de la lluvia y otros cuentos” que en breve será reeditado.
Alojamiento en un hotel. Comemos en un restaurante brasileño. Los camareros aparecen y traen pinchos donde han atravesado diferentes carnes. Sirven jugosos pedazos hasta que el comensal se cansa y dice basta. Las caipiriñas acompañan el almuerzo. A partir de entonces, tres días a pie, de aquí para allá, pateando las siete colinas, sumergiéndonos en la riqueza de sus calles y entre sus gentes. Los transportes ayudan a superar algunos tramos y aliviar las piernas: coche, metro, trenes, elevadores, tranvías, autobuses. Un ferry a Barreiro, que nos sirve para decretar que estamos perdidos y no hay nada que ver. Caminamos con la boca seca por los alrededores de Belém, junto al Tajo: el Monumento a los Descubrimientos, la Torre de Belém, el Monasterio de los Jerónimos. En el Monasterio vemos los sarcófagos de Vasco de Gama y Luís de Camoes, aunque sus restos no están dentro. En el mismo edificio reposan los huesos de Fernando Pessoa, pero no vemos su tumba porque para entrar a ciertas zonas cobran entrada. En Lisboa cobran entrada por todo. Cerca de allí probamos los Pasteles de Belém, exquisitez que enamora el paladar. La Pastelería de Belém, fundada en 1837, es algo laberíntica, llena de habitaciones y recovecos donde los clientes beben Oporto y devoran estos pastelillos, espolvoreados al gusto con canela; hay colas para entrar y un montón de camareros que se mueven deprisa por el ajetreo que supone una clientela constante. Fachadas antiguas con grietas y colores vivos ya destruidos por el tiempo y la humedad remiten un poco a Cuba y sus casas.
En nuestro camino hasta el barrio de la Baixa se suceden plazas, monumentos y muros con un toque de decadencia. En el entorno comercial, repleto de tiendas, bares y restaurantes, los camellos practican la venta agresiva de hachís, marihuana y cocaína. Se acercan y abren las manos y enseñan la mercancía: los rulos de costo, las bolsas con hierba. Tomamos el Elevador de Santa Justa, un ascensor que conduce hasta una torre desde la que se divisa la ciudad, sus tejados y sus colinas. Entrar en el ascensor cuesta dinero. Pero las vistas son magníficas y une Baixa con el Barrio Alto. Bajar por las escaleras activa el vértigo porque veo el suelo por los huecos, unos cuarenta y cinco metros más abajo: sudores fríos, pánico y algo de mareo.

martes, agosto 19, 2008

Recién llegado de Lisboa



Estuve en Lisboa durante el puente, razón por la que no pude actualizar el blog. Del viaje hablaré en los próximos días. De la red he pillado esta foto de la estatua de Fernando Pessoa que hay a la entrada del mítico café A Brasileira. Vicente Muñoz Álvarez tenía razón: es una ciudad romántica y acojonante.

Podcast Me gusta leer: Audio y nominación


  • Podcast: El podcasting consiste en la creación de archivos de sonido (generalmente en formato mp3 o AAC, y en algunos casos ogg) y de video (llamados videocasts o vodcasts) y su distribución mediante un archivo RSS que permite suscribirse y usar un programa que lo descarga de Internet para que el usuario lo escuche en el momento que quiera, generalmente en un reproductor portátil. (de Wikipedia. Más: aquí).
  • Conversación entre Christian Verdú, David González y jab (un servidor), convertida en podcast: aquí.
  • Dicho podcast ha sido nominado a los European Podcast Award/Premio al Mejor Podcast Europeo. Para votar: aquí.

La plaga

Sólo ahora me apetece contarlo, casi un mes después de que sucediera. Desde la distancia. Pero en realidad todo comenzó el año pasado, con una fuga de agua en la ducha de casa que provocó una gotera en el piso de abajo. La vecina nos mareó un día sí y otro también para que llamáramos a alguien que lo arreglase. Llamábamos y el tipo decía que sí, que enviaría a una persona. Esa persona jamás aparecía. Cuando por fin lo hizo, repararon la gotera. Pero la humedad en las casas es como una lepra, suele dejar secuelas. Desde aquel problema, con una periodicidad semanal, descubría con espanto a alguna cucaracha pequeña paseándose por el suelo de la ducha. Siempre me preguntaba: “¿De dónde demonios salen?” Una aparición por semana, más o menos. O cada dos semanas. Me convertí en un diestro matón de cucarachas. No le di importancia. Hasta que, una noche, vi en el cuarto de invitados otro ejemplar pequeño. E hice mis sumas: dos y dos son cuatro. Entre la ducha y el cuarto median un tabique y un armario empotrado. La aparición de los bichos sólo podía obedecer a una causa: la humedad, que había resquebrajado las paredes, facilitando así la entrada de los insectos.
Me lo comentaba un amigo: el hombre vive junto a las ratas, las arañas y las cucarachas; están al otro lado de la pared, o debajo de nuestros pies. Pero no las vemos. Salvo si se abren grietas. Hace un mes entré, de noche, en ese cuarto donde suelen dormir los invitados: amigos y familiares. Al ir a bajar la persiana, descubrí en la pared una cucaracha del tamaño de un elefante. Imaginen mi espanto. Se me erizaron los pelos del cuerpo. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. No es broma. En mi escala de valoración de animales, los gatos están en la cumbre, en el cielo de la pirámide, y las cucarachas abajo del todo, en el infierno. Las odio y las aborrezco con la misma intensidad con la que amo a los felinos. Lo primero que hice fue escapar de la habitación, cerrar la puerta, inspirar y expirar y mentalizarme un poco. Tras tomar aire y asumirlo, cogí una escoba y regresé a la caza. Años atrás hubiera errado el golpe. Pero ahora soy infalible, un cazador experto de cucarachas. Un exterminador. Visto el ejemplar, pensé en “Aliens”: si hay una madre inmensa, bajo la alfombra tienen que estar las crías. Abrí el armario. A simple vista no se veía nada. Busqué una linterna y me dediqué a escudriñar los rincones más accesibles. Y allí estaban las pruebas. Cientos y cientos de pequeños huevos negros. Asqueroso. La cuca madre se había colado por algún lado, y dedicaba su tiempo a llenar los escondrijos con sus larvas.
Ese instante marcó el inicio de mi pesadilla personal. Durante varias noches dormí mal. Tardaba en conciliar el sueño y éste se poblaba de pesadillas con bichos. Perdí el apetito, comía poco y con desgana, angustiado por el asco. Pero no me crucé de brazos. Al día siguiente del hallazgo compré un bote grande de Cucal, una aspiradora y varias trampas y cebos para cucarachas. Limpiamos hasta el último rincón del piso. Descubrí el lugar por donde se colaban: la humedad había ablandado la pared de detrás del armario y la madera se había abombado en algunos puntos, permitiendo la apertura de grietas por donde entraron las intrusas. Me echaron una mano, claro. No hubiera podido hacerlo solo: demasiada repulsión. Sellamos las grietas y agujeros, colocamos los cebos, pasamos la aspiradora, lavamos la ropa, tiramos cosas viejas, reordenamos los estantes, gaseamos varias veces al día aquel cuarto y casi toda la casa. No he vuelto a ver ninguna. Pero, como en todo piso, sé que estarán ahí, al otro lado, en las tripas del edificio. Sólo hay que evitar su entrada.

De cañas en la venta

En algunos bares entras saludando y nadie te responde. Al acercarte a la barra, claro, no antes. Dices hola a los camareros jóvenes y su respuesta es el silencio o el ninguneo. Tardan un rato en atenderte. Te ignoran. Cuando pretendes pagar, hay que llamarlos varias veces. “¿Me cobras?”, dices. El chico o la chica te miran y asienten. Pero no hacen nada, salvo atender a otra persona. “¿Me cobras, por favor?”, insistes. A la tercera, o por ahí, se acercan con desgana y te dan la factura. Una de dos: o les asquea su trabajo o les asquean los clientes. Esto me sucede a menudo en distintos garitos, pero sobre todo en uno de la calle Argumosa, en Madrid, del que no voy a decir el nombre para no afearlo. A nadie le gusta pagar. O sea que imaginen lo que supone insistir para hacerlo. Yo tengo un colega que, hace años, cuando tardaban en cobrarnos en los bares o no nos hacían ni caso, optaba por el “SinPa”, esto es, irse sin pagar la cuenta. Y además lo decía en voz alta: “Bueno, pues si no quieren cobrarnos, nos vamos”. Y se iba. Nadie se lo reprochaba porque los camareros estaban a uvas. Otro de mis amigos, cuando éramos adolescentes sin una peseta en la cartera, tenía otro método. El camarero iba a cobrarle, él simulaba que se le caían las monedas de la cartera y, con la copa en la mano, se agachaba y se daba el piro a gatas, pasando entre el bosque de piernas del local hasta la salida. Todo esto que cuento es verdad y a veces lo recordamos cuando estamos juntos, quiero decir los amigos de entonces.
Por eso me gusta entrar a una taberna de Huertas que se llama Venta El Buscón. Los dueños son los mismos de otros locales de esa zona: La Soberbia y La Alhambra. De los tres, mi preferido es el primero, que además gasta nombre literario: El Buscón. Quien no haya leído “Historia de la vida del Buscón” de Quevedo, que abandone ahora mismo la lectura de este artículo y ponga remedio. Es un libro inolvidable. Mis amigos y yo nos aprendimos algunas frases y expresiones y luego se las soltábamos a la gente, cuando estábamos en El Quinti, ya muy remojados en vino y dándole tientos largos al zaque. En El Buscón, en cuanto asomas la nariz por la puerta, y cuando aún no has metido el cuerpo entero en la tasca, los camareros te divisan y, hagan lo que hagan, ya sea servir una caña, atender una mesa o poner un chato y una ración de queso, siempre te dicen hola y dan las buenas tardes. Lo dicen en voz alta: “¡Hola, buenas tardes!” Esto se agradece mucho. No te ha dado tiempo a entrar y ya te están saludando ellos. Pero cuando te aproximas a la barra lo repiten. Sonríen y saludan. Una escena muy diferente a la que se vive en otros sitios.
Los camareros del garito son todos varones y de distintas razas: he contado blancos, negros y moros, y no sé si me olvido de algún color. Manejan idiomas y los guiris se van de allí muy satisfechos. La otra tarde entró una familia de franceses. Uno de los camareros, creo que árabe, salió de la barra y conversó con ellos en su idioma. El moreno lo hablaba con soltura. El padre, encantado, le hizo una pregunta retórica: “Ah, parlez-vous français?” Por si fuera poco, siempre acompañan la caña de alguna tapa que levanta el ánimo y el apetito. A mí suelen servirme morcilla ibérica curada, con pan tostado. Un buen platillo para acompañar la cerveza. A veces le preguntan a uno con qué tapa prefiere que le obsequien. ¿Queso, morcilla, cecina? Hay otro garito magnífico cerca de allí, no sé con exactitud dónde, ya que en Huertas me muevo por intuición. Pides una tosta, caliente o fría, y te ponen casi media barra de pan. Con una de ellas quedas cenado y a uno lo tratan con educación. Así debe ser.

Autores que cantan


Gente grande

Encuentro en el periódico una noticia sobre la muerte de Sandra Elaine Allen, también conocida como Sandy Allen. Bien, yo no sabía quién era Sandy Allen. Y resulta que estaba considerada en el Libro Guiness de los Récords como la mujer más alta del mundo. Medía dos metros y treinta y un centímetros. Que estuviera en el Guiness no significa que en verdad fuese la más alta. He leído por ahí que Yao Defen, una mujer de China, la ganaba en cinco centímetros. Al parecer, Sandy Allen hizo dos papeles en su vida, en su corta carrera de actriz: Federico Fellini la contrató para su “Casanova”, donde era Angelina la Giganta; y estuvo en el telefilme “Side Show”, haciendo de Goliatha. Poca variedad.
Es triste el sino de las personas que, como Sandy Allen, padecieron gigantismo o enanismo u otras anomalías genéticas. Allen tenía veintidós años cuando se sometió a una intervención quirúrgica que frenase su crecimiento. Ha muerto a los cincuenta y tres. Hace tres años exactamente, en agosto, murió Matthew McGrory: contaba sólo con treinta y dos años. McGrory tuvo más suerte en pantalla que Allen porque logró más papeles en el cine y en la televisión. Supongo que recordarán su personaje de Karl, el gigante bonachón de “Big Fish”. ¿Y se acuerdan del francés André el Gigante? Cómo olvidarlo, ¿verdad? Salía en “La princesa prometida” y era el famoso Fezzik, capaz de derrotar con las manos desnudas a un ejército de soldados pero incapaz de vencer a un único individuo en el cuerpo a cuerpo. André no llegó a cumplir los cincuenta. A menudo recuerdo sus escenas porque “La princesa prometida” y su sentido del humor resultan deliciosos. Por ejemplo, ese momento en el que Fezzik sube Los Acantilados de la Locura mediante una cuerda, a pulso, cargando con tres personas.
Decía antes que es triste el sino de estos hombres y no me refiero exactamente a sus anomalías y a los problemas que les confieren y a las cirugías y tratamientos a los que se someten desde críos, aunque también. Pero no, me parece más triste lo que el mundo hace de ellos. Los contratan para series de televisión y películas en las que siempre hacen breves y menores papeles, y les adjudican los mismos apodos: Ogro, Gigante, Goliath. Su fama dura apenas unos años y luego caen en el olvido, o tratan de sobrevivir, una vez metidos en la rueda del espectáculo y contagiados por el gusanillo de la actuación, haciendo papeles de extras de circo en algunas películas, de anuncios y de exhibiciones y de shows televisivos. Su altura, su anomalía, sus rarezas, son las causantes de su fama y a la vez de su muerte. Aquello que los convierte en celebridades pasajeras es lo que finalmente los conduce a la tumba. En el cine y en la televisión están condenados a hacer siempre los mismos personajes. El mundo les queda pequeño. Alguien dirá que los tipos de dos metros y medio y las manos como paelleras no pueden meterse en la piel de otros fulanos que no sean ogros, gigantes y forzudos. ¿Y por qué no? Imagino a Fezzik (André el Gigante), que tenía un don para el humor, metido en comedias de enredo, sin que tenga que mencionarse su altura. En un mundo en el que George Bush, Jr., es el presidente de los Estados Unidos, podemos imaginar cualquier cosa y, principalmente, oportunidades para todos. Quizá por eso América es la tierra de las oportunidades. Veamos la diferencia en el espectáculo entre un gigante y un tío alto. El deportista Kevin Peter Hall medía dos metros y veinte centímetros (seis menos que André), pero no padecía gigantismo. Y obtuvo mejores papeles. De los considerados “normales”. Pero en realidad, ¿qué es lo normal?

Pienso, luego... ¡mosquis!


Recomendable reportaje en El País sobre Los Simpson y el libro de próxima aparición en España, Los Simpson y la filosofía. Incluye un artículo de nuestro drugo Eloy Fernández Porta, quien en breve publicará el ensayo Homo Sampler en Anagrama.

Exprimir la gallina

En un antiguo episodio de “Los Simpson”, titulado “Mayored to the Mob” (creo que en España se llamó “El alcalde y la mafia”), Mark Hamill acude a una asamblea de ciencia ficción disfrazado de su personaje más célebre: Luke Skywalker. Sube al escenario y hace su número ante los espectadores con enemigos de cartón y una espada de atrezzo. Pero la multitud acaba envuelta en una pelea y el alcalde se refugia detrás de Hamill y le dice: “Luke, utiliza la espada de luz”. Hamill responde: “¿Y romperla? ¡George Lucas me obligaría a pagarla!”. Este chiste, en apariencia inofensivo, es una de las definiciones más sutiles y acertadas sobre quien, antaño, fuera uno de mis ídolos, George Lucas, hoy convertido en el garbancero oficial de Hollywood.
En un tiempo lejano, muy lejano, George Lucas, para alegría de millones de niños (uno de los cuales era yo), inventó una gallina. La gallina, bautizada “Star Wars”, puso huevos de oro. Y desde entonces su creador no ha dejado de exprimirla, sacándole tanto jugo que incluso sus fans pensamos que es un jeta. De jedi a jeta hay dos pasos. El chiste incluido en ese capítulo de “Los Simpson”, como digo, refleja con fidelidad su naturaleza. Se trata de un hombre que mira con lupa hasta el último centavo. Días atrás leíamos una noticia cuyo titular era: “George Lucas pierde la guerra del vestuario galáctico”. Tras una batalla legal para impedir que uno de los diseñadores de vestuario de la saga vendiera réplicas de los cascos y uniformes que salen en las películas, un juez británico permitió que dicho diseñador mantuviera su negocio en pie. Sospecho que el productor y director no tardará en enviar a alguien que sepa romper piernas. Pero Lucas siempre está metido en esta clase de juicios. Porque no deja escapar un dólar. El origen de ese comportamiento se encuentra en cualquier documental de los que narran los esfuerzos y disgustos que le costó llevar su sueño galáctico a la pantalla. Parece que su venganza consiste en sacarnos a los demás los cuartos que los magnates se negaron a poner en los años setenta para financiarlo. En cada proyecto (hablo de los últimos años, no de la etapa de las tres primeras películas de “La guerra de las galaxias”), concede entrevistas en las que justifica su nueva operación de marketing con el ya manido: “Es lo que piden los fans”. No es exactamente así.
Lucas analiza las recaudaciones y sólo si le compensan demasiado da luz verde al proyecto. Es posible que los fans, entre los que me cuento, quieran una secuela de “Willow”, o de “Dentro del laberinto”, o incluso un remake más noble de “Howard el Pato”, de las cuales fue productor ejecutivo. Pero no rentaron tanto en taquilla. Y por eso, si uno mira su filmografía, comprobará que Lucas la ha llenado de secuelas y precuelas y series y dibujos de sus dos únicas creaciones con éxito: las sagas de “Star Wars” y de “Indiana Jones”. Que no es poco. Pero me parece más imaginativo su colega Steven Spielberg. Se arriesga más y cambia de género. No se ha estancado en la galaxia lejana. Se atreve con otras apuestas. Pero Lucas no. Y por eso hoy anuncia otra más de Indiana Jones: porque con las recaudaciones que ha hecho la última se le han puesto los dientes largos. Por eso marea a los fans, una y otra vez, con múltiples versiones de “Star Wars”: la saga original en dvd, el pack familiar, las películas con retoques digitales, la edición limitada… Su próxima idea es reestrenar la saga en cines y en formato de 3D. Llegará el día en que las proyecte en blanco y negro. O dobladas al ruso. Lo peor de todo es que estrena en breve “The Clone Wars” y que iré a verla y me gustará. Que sea un jeta no quiere decir que haya perdido su toque.

Balneario

Estaba al borde de la furia y del delirio cuando fui a un balneario, cansado del ruido de mi barrio y de las dificultades para dormir. Dos sesiones, de alrededor de dos horas de duración cada una. Nunca había ido a los balnearios ni al spa, hoy tan de moda. Para meterme en las aguas, quiero decir. Porque sí estuve en algún balneario, en el pasado. Cuando era pequeño. Acompañaba a mis abuelos a los Baños de Ledesma. Mientras a ellos les daban masajes y los metían en saunas y en piscinas termales y les hacían soplar en tubos, yo jugaba con mis figuras, probablemente de “La guerra de las galaxias”. Aquellas visitas al balneario me dejaban entristecido para el resto del día. Predominaba el silencio, había muchos ancianos y a mis abuelos, nada más cambiarse la ropa de calle por el albornoz, los subían a sillas de ruedas que no necesitaban. Y eso me dejaba más deprimido aún.
La primera etapa del balneario rural en el que entro consiste en meterse en dos piscinas de hidromasaje. El agua tiene una temperatura ideal para estar dentro un rato, como si uno fuera un pez. Mi espalda, maltrecha por tantas horas de silla y ordenador, agradece los chorros templados que la masajean. En los bordes de la piscina hay velas que despiden aromas que relajan. La siguiente terma es más pequeña. Su particularidad es la cascada. Me coloco debajo y dejo que los regueros me sacudan el cuello, los hombros y todas esas zonas donde proliferan los nudos y las contracturas. Sólo se oye el rugido del agua: de los chorros, de las cascadas. Para hablar con alguien tienes que gritar o acercar la boca a la oreja. Al entrar te facilitan un albornoz y unas zapatillas. Es imprescindible llevar bañador. La siguiente etapa es el baño turco. Una vez entré en una sauna, en un gimnasio de Zamora en tiempos del instituto, y me cuesta aguantar dentro. Demasiado calor. Demasiado agobio. Antes del hammam me aplican una crema exfoliante, o algo así, y me aconsejan que me eche vasos de agua fría por el cuerpo cada minuto. De lo contrario, uno no aguantaría. Al entrar en el baño turco hay una niebla tan espesa que apenas se ven las paredes. Me acuerdo de la lucha de Viggo Mortensen en los baños de “Promesas del este”, aunque esta habitación en la que estoy es muy estrecha. Me echo el agua fría utilizando unas tazas que hay dentro de un cántaro. Aguanto poco y, cuando nos vamos, apenas queda agua en la vasija. No se ve un carajo con tanto vapor, así que no distingo lo que tienen las paredes, y esta circunstancia me hace protagonizar mi primera quitada de boina del día. La cuento. Al salir del baño turco, le digo a la encargada: “Se ha acabado el agua”. Pregunta: “¿Quieres más agua?”, y respondo: “No, no. Yo ya salgo. Lo digo para los que entren ahora: que no queda agua”. La mujer dice: “Sale abriendo el grifo que hay encima”. El bochorno de mi metedura de pata me procura tanto calor a las mejillas como los vapores del hammam, pero con el sofoco anterior dudo que se note. Siempre llevo el pueblo en las entrañas y suelo cometer errores de esta clase, doquiera que voy.
De ahí te conducen a una “sala fría”. Relax, vaso de agua y un rato reposando, hasta que cambia la temperatura del cuerpo y se te van los calores. Escojo un masaje de espalda, a ver si me relajan los nudos que tengo en torno a la columna. Lo último es una habitación donde te suministran pastas de miel y frutos secos y una bebida. Una sala de relajación, con música espiritual, aromas exquisitos y demás. Al salir, vuelvo a estar en paz conmigo mismo. Tengo la cabeza en orden, otra vez.

jueves, agosto 14, 2008

Portadas exquisitas


Gato encerrado, de William S. Burroughs


Este libro lo recomendó David González hace tiempo en su blog. Gatos y Burroughs no podía ser una mala combinación, desde luego. En breves notas, a lo largo de 100 páginas, el autor de Yonqui ensambla anécdotas e historias sobre los felinos que ha tenido, sobre las relaciones del hombre con los animales y sobre la necesidad de su compañía. La especial sensibilidad del viejo Bill queda al descubierto y uno se estremece porque le gusta su prosa y adora a los gatos. Un fragmento:
Este libro de gatos es una alegoría, en la que la vida pasada del escritor se le presenta en forma de payasada gatuna. No es que los gatos sean marionetas. Nada más lejos de la realidad. Son criaturas vivas que respiran y cuando entran en contacto con otro ser, resulta triste: porque ves las limitaciones, el dolor y el miedo y la muerte final. Eso es lo que supone el contacto. Eso es lo que veo cuando toco a un gato y me doy cuenta de que me están rodando lágrimas por la cara.

Zona de tascas

Seguimos hablando de Pastrana, con la venia del lector (si no se ha cansado ya de mis historias manchegas). Me faltan por mencionar los bares y el balneario que visité. Para quien se dedica a escribir, un día en cualquier otra localidad que no sea la habitual es un catálogo de sensaciones y recuerdos que aprovechará para su escritura y que le supone exprimir los jugos de cada anécdota y verterlos en el papel. Del mismo modo que los hombres están obligados a expulsar por el ano lo que comen por la boca, los escritores tienen que expulsar por las manos todo cuanto les ha entrado por los otros sentidos. Es como una enfermedad. Uno no puede olvidarse de cuanto vivió y necesita contarlo, escribirlo, narrarlo como bien pueda o sepa o se le antoje.
Debería entrar en los museos, visitar los palacios, las sinagogas, los conventos y las casas señoriales. Pero no apetece. No con este calor. Tal vez en otoño, quizá en primavera. Quién sabe. Volvamos a “Viaje a la Alcarria”: “Pastrana es mucho pueblo para pateárselo entero en un solo día, y el viajero no se encuentra con ánimo para dar ni un solo pasa más”. Nos recomiendan las visitas guiadas. Pero es que, fiel a mis costumbres casi solitarias, aborrezco las visitas guiadas, las excursiones en masa y esos viajes donde un pelmazo al que jamás habías visto antes se empeña en hacerse amigo tuyo e ir contigo a los sitios, él y la mujer y su tedio conjunto. En las localidades que visito, otra regla gana siempre la partida: frecuentar los garitos, comer y beber lo que sus habitantes comen y beben. Hay un racimo de bares y tascas en las inmediaciones de la plaza de la Hora que recuerdan a los locales de tapas de mi tierra, de las tierras zamoranas y las leonesas. Me propongo recorrerlos y repetir en un par de ellos. El primer día le pido a un hombre claras con limón y unas berenjenas. Las berenjenas son un manjar, aunque se te escurre el agua por los dedos cuando hundes los dientes en su carne. A veces compro un bote en el supermercado. Pero es mejor degustarlas así: en una tasca, con ruido de fondo, con el sabor de la cerveza en el gaznate. El dueño acompaña todo con un platillo de aceitunas. Luego nos pone otro. Así da gusto, oiga. Al día siguiente volvemos y el hombre me dice: “Claras con limón, ¿verdad?” A eso se le llama tener buena memoria con la clientela. A mi lado está la señora que el día antes me vio perdido, con el plano en la mano, y preguntó qué buscábamos y si podía ayudarnos. Una y otra vez me cruzo con la misma gente. De un vistazo se sabe quién es forastero y quién es oriundo y quién nació aquí pero vive fuera y está de visita o viene a las fiestas, como cada verano. Pasa lo mismo en Fermoselle, lo sé porque es el pueblo a cuyas fiestas iba yo antaño, y en el que tengo algunas raíces: de un vistazo distingues a quien vive allí y a quien está de paso. Es fácil, sólo hay que observar.
En otro de los bares me fijo en un rincón ocupado por viejos que juegan al mus, con mucho jaleo de cartas y juramentos. En estas partidas siempre destaca alguien, uno que parece el jefe. Pido pepinillos con anchoa y aceituna y pimiento rojo: bocatas en miniatura. En otra tasca, media ración de anchoas. Así se va pasando la hora del vermú. Cada cierto tiempo recuerdo que me gustaría visitar el Monte del Calvario. Desde varios puntos del pueblo se ve la ermita, rodeada de cruces y de cipreses. Le da un toque siniestro al cerro. Pero no subimos. Insisto en que el calor aprieta demasiado y a uno se le va la cabeza cuando lleva un rato al sol. Por las noches, visitamos un pub donde sirven cenas, copas y cócteles. Pedimos unas caipiriñas. Luego, mojitos. La mujer que atiende la barra exclama: “¡Eso: de Brasil a Cuba, jaja!”